sábado, 9 de junio de 2007

Viñas I


Tupungato. Celeste. Azul. Blanco en invierno. El gris áspero del piso. Poco verde y mucho marrón. Así aprendí los colores. Así los recuerdo. Los azules del cielo y la cordillera. El blanco de las nubes y la nieve. Los marrones de la tierra y los troncos. Y un poco de verde en las hojas de parra: las que todavia están en la casa de mis abuelos, las de la parra en la que me trepaba siendo Tarzán, la viña donde se nos perdía la pelota jugando al fútbol.
Mendoza es una paleta de colores terrosos, sabe agrio, huele seco. Aquí nací y aquí volví, después de perder varias capas de piel en el camino. Volví arañado, hastiado, uraño.
Pero ella apareció y me habló del verde de las hojas, del rojo rubí del cabernet, del dulce de ciruelas en el malbec, de hongos, maderas y olores. Le dije que los conozco. Y es cierto, conozco esos olores, conozco esos colores. Pero me rescató arrastrándome por un mundo de sentidos, donde el marrón dejó de ser tierra y se volvió roble, la uva se llenó de aromas y el granizo lo convirtió en desgracia.
Me sentía muerto. Me sentía seco. Me sentía ciego ante las sorpresas. Pero ella me llevó de la mano oliendo parras, mirando nubes y distinguiendo marrones. Sembramos y cosechamos cada año. Destilamos en otoño y añejamos en los inviernos. Nos emborrachamos con un caldo burbujeante de polen y sabores en el verano. Nos encomendamos a las tormentas en el febrero. Y así vamos construyendo, cosecha tras cosecha, una historia con buen cuerpo, agradable al paladar, con aroma a frutos rojos, carne y nueces, pero que estalla a trasluz en azules, marrones y rojos furiosos de amor.
Ella resucitó mis sentidos. Ahora sólo puedo amarla, beberla hasta desvanecer y bostezar satisfecho, ebrio de placer.

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